viernes, 11 de junio de 2010


Todos cargamos con la parte más insufrible de nosotros mismos diariamente, segundo a segundo, desde la más tierna edad hasta la languidez de nuestros últimos días, engordando hacia adentro, como el vacío que absorbe, y volviéndose cada vez más pesada e incómoda.

A solas, en la intimidad de nuestro silencio, ése Yo desheredado comparte cama con cada una de nuestras derrotas, cada uno de nuestros fallos, decepciones y enormes montañas de culpas. Cómplices de nuestro ego, pasamos la vida huyendo, ajenos a ése enfermizo romance inevitable entre los perdidos que continuará persiguiéndonos por detrás de la propia piel y entre las vísceras y que sólo creeremos ver traducido, como asomando, como amenazando, en miradas escrutadoras, en silencios densos, en palabras ácidas, en gestos mimetizados (y infinidad de otras combinaciones entre sustantivos y adjetivos que describan los más inverosíbiles actos ajenos en los que podemos vernos reflejados) que las más de las veces acallaremos con un beso o un bofetón; en una especie de ritual expiatorio.


Pasaremos la vida en equilibro sobre una cuerda floja, intentando apuntalar vigas de apoyo, de soporte, sin tener en cuenta la levedad, la brevedad de tal cuerda, sin comprender la masa ni la tensión de la que depende, sin saber cómo asegurar en ella la estabilidad, pero así vamos habituándonos a correr de una punta a la otra de la misma y a colgarnos y descolgarnos de ella, aprendiendo, casi y a ratos, a prescindir de la necesidad de controlarla.

1 comentario:

  1. Este texto me suena a cierta conversación intensa un dia de otoño :)
    El dia que empecé a respirar sirviendome del aire que me prestaste.
    A mi también me sirvió de muchisimo

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